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40. El Eternauta



El Eternauta — De la página 31 a la 40
Subtítulo: El primer paso al exterior y la promesa del retorno

Resumen (págs. 31 a 40)

El dado ha hablado: es Juan Salvo quien debe salir. El grupo lo asiste mientras se coloca cuidadosamente el traje aislante. No hay palabras grandilocuentes, solo una atención extrema al detalle: revisar costuras, asegurar el visor, comprobar que no haya fisuras. Todo ocurre en silencio, con nerviosismo contenido. Una vez listo, Salvo se despide de Elena con serenidad, intentando transmitir confianza. La escena es breve, íntima, pero cargada de tensión.

Cruza la puerta. Afuera, el mundo es otro. Todo está cubierto por la nevada, que sigue cayendo silenciosamente. Salvo camina con dificultad, atento a cada paso, midiendo el terreno, como si cada metro recorrido confirmara que el traje resiste. Observa los cadáveres en la calle, los autos abandonados, los signos de una ciudad detenida. No hay nadie. Solo silencio y muerte. Pero el silencio tiene una densidad particular: ya no es solo ausencia de ruido, sino presencia del desastre.

Camina hasta una casa cercana, entra. Se mueve con cautela, revisando el interior. En una habitación encuentra a un sobreviviente: un adolescente, encerrado, asustado. Es Pablo, sobrino del ferretero, que se había refugiado allí. Está vivo porque no salió. La comunicación entre ambos es breve pero vital. Pablo se alivia al ver a alguien. Salvo lo tranquiliza. Le promete volver con ayuda, pero primero debe regresar y consultarlo con Favalli. Pablo queda en la casa. Juan recoge algunos objetos útiles —alimentos, herramientas— y se retira.

El regreso está teñido de urgencia: quiere informar lo que ha visto, confirmar que el traje funciona, y que hay más sobrevivientes. Vuelve por las mismas calles por las que había llegado, pisando con cuidado, concentrado en cada movimiento. La nieve sigue cayendo, pero por primera vez, hay una huella. Y en esa huella, algo empieza a abrirse.

Interpretación y lectura con foco épico (págs. 31 a 40)

Juan Salvo sale. Y ese acto, aunque técnicamente pequeño —unos pocos metros, una caminata entre casas vecinas—, es de un peso simbólico inmenso. Marca el momento exacto en que un sujeto común se convierte en figura épica. No lo hace en nombre de una causa abstracta, sino para buscar recursos y verificar posibilidades. La épica del Eternauta no nace de un llamado glorioso, sino de una necesidad precisa, concreta, inevitable.

El proceso de colocación del traje es casi ritual. Cada movimiento implica una conciencia aguda del riesgo. No hay margen de error. Esa precisión técnica, doméstica, artesanal, adquiere una dignidad propia. La épica se juega también ahí: en la costura bien hecha, en el visor bien sellado, en la cinta que no deja pasar la muerte. El traje no es solo protección: es símbolo de la invención colectiva, del ingenio puesto al servicio de la vida.

Salvo no tiene certezas cuando sale. Cada paso es una apuesta. El silencio, el paisaje inmóvil, los cuerpos en la calle, refuerzan la sensación de vacío total. Pero incluso en ese vacío, él no retrocede. No porque sea temerario, sino porque sabe que hay una comunidad que depende de su prueba. El héroe, en esta cosmovisión, no es el que conquista, sino el que verifica. El que se arriesga para otros.

El encuentro con Pablo introduce una dimensión nueva. Ya no se trata solo del grupo en la casa: hay otros, dispersos, escondidos, vulnerables. La aparición de este chico muestra que la catástrofe no ha arrasado con toda posibilidad. La promesa de Salvo de volver es tan importante como la acción misma. Lo que importa no es solo salvar, sino no dejar a nadie atrás. La épica de El Eternauta está atravesada por ese compromiso: volver. Acompañar. Armar redes.

En ese sentido, esta salida es también fundacional: es la primera apertura hacia el afuera, hacia el otro, hacia la reconstrucción. No es una hazaña destructiva, sino una exploración cuidadosa, ética, solidaria. La épica acá se escribe con pasos lentos, con promesas simples, con decisiones difíciles tomadas en silencio.

Al regresar, Juan no trae grandes noticias, pero sí una prueba: el traje funciona, y no están solos. Esa información, mínima pero crucial, abre un nuevo capítulo. Ya no se trata solo de resistir, sino de buscar, contactar, organizar. La caminata de Salvo es el inicio de una nueva forma de comunidad: más amplia, más conectada, más consciente de su fragilidad, pero también de su fuerza.

Lo heroico, entonces, se construye en capas: primero resistir, luego pensar, después actuar, y por fin, salir al encuentro. En estas diez páginas, Salvo encarna cada una de esas etapas. Lo hace sin frases altisonantes, sin gestos espectaculares, pero con una firmeza que, en el marco de la catástrofe, brilla con una intensidad única. Así se funda una épica del cuidado, de la promesa cumplida y de la intemperie compartida.

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Material complementario
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