
Ares no distingue entre hermano y enemigo: exige sangre, no razones.
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Antígona y Ares: la guerra como herida original
La historia de Antígona no puede comprenderse plenamente si se la separa del trasfondo de violencia que la envuelve. Antes de que la acción trágica se despliegue en la obra de Sófocles, Tebas ya ha sido desgarrada por un conflicto fratricida: Etéocles y Polinices, hijos de Edipo, se han dado muerte mutuamente en una lucha por el trono. Esta escena inicial, aunque relatada y no mostrada directamente, marca todo el devenir de los personajes. Y en ese trasfondo sangriento, la figura de Ares, dios de la guerra, se vuelve una presencia latente, una fuerza incontrolable que sigue latiendo en cada decisión posterior.
Ares no es en la tradición griega el dios de la guerra justa o estratégica, sino el del combate salvaje, de la pasión desenfrenada que lleva a la destrucción incluso entre los más próximos. En Tebas, su acción ha desbordado los límites del enemigo externo: la guerra se ha vuelto interna, familiar. Etéocles y Polinices, hermanos de sangre, caen uno por mano del otro, cumpliendo un destino que parece tejido por hilos de violencia ancestral. Esta guerra no es solo una lucha política: es la manifestación misma de la corrupción de los lazos naturales, una guerra en la que Ares reina con todo su poder oscuro.
La tragedia de Antígona brota directamente de esta herida. Su dilema moral y religioso —obedecer la ley de los hombres o la ley eterna de los dioses— surge porque la ciudad, representada por Creonte, intenta imponer un orden sobre los escombros del conflicto. Creonte decreta honores para Etéocles y castigo para Polinices, dividiendo a los muertos entre heroicos y traidores, entre dignos de sepultura y merecedores del olvido. Pero para Antígona, ambos hermanos son igualmente sangre de su sangre, igualmente víctimas de la misma pasión desbordada que los arrastró a la muerte.
El accionar de Ares, entonces, no termina con el último golpe de espada en el campo de batalla. La guerra sigue respirando en el corazón de Tebas. Cada decisión de Creonte, cada gesto de Antígona, cada lamento del coro, está impregnado de la imposibilidad de cicatrizar una violencia que no fue solo pública, sino íntima. El conflicto entre las leyes humanas y las leyes divinas, entre la fidelidad a la ciudad y la fidelidad a la familia, es un eco de esa guerra que Ares inscribió en el cuerpo mismo de la polis.
Antígona, al desafiar la prohibición de Creonte, no actúa movida por un capricho o por rebeldía política. Su acción es un intento de restaurar, al menos en parte, el orden roto por la guerra fratricida: darle a Polinices la dignidad que su condición de hermano reclama, más allá de su rol de agresor o traidor. En este gesto, Antígona se opone a la lógica de Ares: se niega a perpetuar la división de los muertos, a sellar con el olvido y la infamia el destino de un miembro de su propia sangre.
Aunque la tragedia avanza hacia sus consecuencias inexorables, ya desde este punto se percibe que la verdadera guerra que Antígona libra no es solo contra Creonte, sino contra la marca misma de Ares en el corazón de Tebas. Su resistencia silenciosa es, en el fondo, un intento desesperado de cerrar una herida que, abierta por la violencia, amenaza con devorar todo vestigio de piedad y de humanidad.
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